Recomendación #5

Incendies

Filme canadiense de 2010 dirigido por Denis Villenueve, basado en la obra de teatro con el mismo título, escrita por Wajdi Mouawad.
Como telón de fondo y bajo una escena sin prisa, la cámara se acerca a una marca a manera de tatuaje, vemos tres puntos en un talón, talón sobre el que cae el cabello de un niño que, poco a poco en una secuencia envolvente irá develando su cuerpo y rostro. Un acercamiento nos hace encontrarnos ante una mirada profunda, quizás desafiante y que ominosamente produce la sensación de sentirnos mirados. Esa marca, a lo largo de la película será el entretejido enigmático que llevará al recorrido de distintas huellas y cicatrices, a la concatenación de tiempos transgeneracionales ceñidos al dolor, al secreto y al susurro de una verdad que se irá develando de forma avasallante.

A diferencia de la obra de teatro, donde la lectura va dando vida a una especie de voces en off casi fantasmáticas, el material filmográfico que respeta varios diálogos del texto original, va llevando de manera magistral, a través de varios pequeños capítulos o escenas, la historia de Jeanne y Simón. Mellizos canadienses que después de la muerte de su madre, se encontrarán frente al abogado quien al hacer lectura del testamento entregará dos cartas, una dirigida a su padre que hasta entonces lo creían héroe y muerto, y otra para un hermano, del cual desconocían su existencia. Lo que heredan, es a riesgo de ir tras su historia y develar lo que su madre no pudo hilvanar en palabra, convirtiéndose en un silencio total durante sus últimos 5 años de vida.

Una vez tomadas las cartas y tras un viaje al pueblo de Nawal, nombre de su madre, se entrelazarán otros tiempos para hacer surgir el pasado en un territorio marcado por la guerra civil libanesa, sitiada por una mirada de odio, masacre y posturas totalitarias entrecruzadas por la religión; de ello emerge también la historia de Nawal, mujer perdida en una búsqueda por un hijo primogénito que le fue arrancado, búsqueda que sin saberlo, la hace encontrarse de forma “azarosa” con él en medio del encierro en la cárcel y lo traumático que le resulta el escuchar la tortura cotidiana, así como vivirla en carne propia a manos de un verdugo que no ha buscado y ante el cual, como en un acto sublime intenta ensordecer el dolor a través de su canto, mismo que le da también su mote: “la mujer que canta”. El verdugo es también el hijo. Un hijo, que no sabe que está violando a su madre y una madre que no sabe que su violador es el hijo que buscaba, un hijo marcado por el desamparo, la orfandad y la guerra. Nawal lo sabrá hasta 15 años después cuando intempestivamente se encuentra de frente a esos 3 puntos en el talón de una adulto que, al mirar su rostro, la deja subsumida en el silencio más estridente, pues el rostro del hijo que había buscado, es el mismo rostro del soldado-torturador-violador y también padre de sus dos hijos gemelos.

Simón y Jeanne, en una ecuación desgarradora descubren que 1 puede ser 2. Descubren su historia y con ello el vuelco brutal que ha dado ésta. Ninguno de los dos podrá volver a ser el mismo. Una promesa hecha por su madre a la abuela, los vincula, la promesa de hablar, de escribir, relatar -romper el hilo-, dar vida ahora a la posibilidad de quizá reelaborar el tiempo por-venir.
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